Cuando nos referimos a la inteligencia de un individuo, rápidamente nos centramos en su nivel intelectual, académico, cultural, etc. Para la sociedad, está mucho más reconocida una persona que se dedica a salvar vidas (médico), que otra que se dedica a crear (pintor). Es más, cuando escuchamos que alguien se dedica a tocar la trompeta, pensamos ¿pero realmente a qué se dedica?
Nos basamos en el nivel académico para determinar si una persona tendrá éxito en su vida o no, o si es más digna de respeto que otra. Pero olvidamos que “los títulos” no nos hacen conseguir la felicidad. Cuando se realiza un test de inteligencia, se está evaluando una parte de nuestra inteligencia (la parte intelectual), que radica en el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro. Pero existe otra parte fundamental, alojada en el hemisferio derecho, que representa (según estudios) el 80% de los éxitos de la vida de una persona. Hablamos de la parte emocional, de la Inteligencia Emocional.
Daniel Goleman, en 1995, fue el precursor de dicho término, basándose en estudios de las competencias personales de los trabajadores. Una de las conclusiones a las que llegó tras su estudio fue que la Inteligencia Emocional representaba el doble de importancia que las habilidades técnicas y cognitivas para que un trabajador tuviera el máximo  rendimiento en su tarea.
Dimensiones como la Conciencia de sí mismo, la Autorregulación, la Motivación, las Habilidades Sociales y la Empatía, son las bases de este tipo de inteligencia. No basta con tener formación académica para ser buenos profesionales y buenas personas; necesitamos conocernos y mejorar.
Este tipo de inteligencia podría equipararse al término que el filósofo José Antonio Marina denomina “talento”, caracterizando este tipo de personas por conductas como:
     La automotivación, en lugar de la motivación o recompensa externa.
     El saber decidir en qué ocasiones hay que perseverar, y en cuáles hay que cambiar de objetivos.
     Sacar el máximo potencial de sus capacidades.
     Equilibrar el pensamiento y la conducta.
     Marcarse objetivos alcanzables y concretos.
     Tener iniciativa y constancia en lo que emprenden.
     No tener miedo al fracaso ni al ridículo.
     Concentrarse en lo que hacen.
     Ponerse en el lugar de la otra persona cuando es necesario.
     Tener una autoconfianza razonable y ser independientes.
No podemos olvidar una parte fundamental de nuestra inteligencia como la emocional, ya que, al fin y al cabo, la encontraremos en cualquier estadio de nuestra vida.
Una reflexión para concluir. Lo mejor: es que este tipo de inteligencia se puede trabajar y mejorar. Lo peor: ¿quién la trabaja?
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